Para su nueva película, Martin Scorsese se ha basado
en la novela homónima del japonés Shūsaku Endō (1923-1996), a cuya calidad como
escritor hay que sumarle la peculiaridad de su condición de católico en un país
donde el cristianismo apenas lo profesa un 1% de la población. Narra las
vicisitudes de dos jóvenes jesuitas portugueses en el Japón de mediados del
siglo XVII, país cuyas autoridades persiguen y reprimen brutalmente cualquier
práctica religiosa distinta del budismo oficial. A Ambos misioneros les mueve
el empeño de buscar al padre Ferreira (Liam Neeson), que en otro tiempo
liderara la labor evangelizadora en el país asiático y del que se dice que,
tras apostatar, vive casado e integrado en la sociedad japonesa. El ascendente
con que el padre Ferreira influye en los dos protagonistas, les lleva a una
peligrosa misión cuyo objetivo es desacreditar tales rumores porque en ese
desmentido cifran ambos el afianzamiento de su fe.
Más allá de la constatación de la penosa
clandestinidad cristiana en Japón, de su cruel hostigamiento o de la dicotomía
entre apostasía y martirio, la película reflexiona sobre otros aspectos mucho más
interesantes.
En primer lugar, es insoslayable acercarse al exotismo
de una religión como la cristiana trasplantada a las remotas tierras japonesas.
Los japoneses católicos practican una suerte de sucedáneo híbrido, donde se mezcla
el sustrato cultural nipón, preñado de elementos que el cristianismo canónico
calificaría sin dudar de paganos, con una interpretación de las Sagradas
Escrituras que, a la dificultad del idioma, suma una insuperable
incompatibilidad que nace de la propia concepción del mundo japonés, de su
propia ontología, que está presente hasta en los propios resortes del lenguaje.
Barreras que el ejercicio intelectual de una persona formada podría salvar pero
que se antoja imposible cuando hablamos del pueblo llano y analfabeto. Esta
realidad nos lleva a dudar, primero, de la legitimidad de las misiones
cristianas, obcecadas en llevar la fe a pueblos que ya practican su propio
credo, en un ejercicio de aculturación claramente cuestionable; pero también a
la utilidad de tamaño esfuerzo, cuyo producto final es una adulteración donde
el milagro de los panes y los peces se hace con arroz y sushi.
En segundo lugar, la cinta plantea los límites de la
fe. Cuando los jesuitas son apresados y se niegan a apostatar, son otros
quienes sufren las consecuencias, esos otros que son fieles al ejemplo de los
dos misioneros y que prefieren ser torturados o morir antes que renunciar al
Dios cristiano sobrevenido. El empecinamiento de los misioneros se antoja
entonces ilegítimo porque carga con la muerte ajena y porque ya no se sabe si
esa obstinación responde a la defensa de una religión o más bien a un esfuerzo
egoísta de no quebrantar los pilares y certezas que sustentan sus vidas.
Directamente relacionado con lo dicho anteriormente,
aparece el tema de la idolatría. Las autoridades japonesas obligan en la
ceremonia de apostasía a pisar una imagen sagrada grabada sobre una piedra. Es
un acto simple, una mera formalidad, un protocolo que, en modo alguno podría
hacer pensar a nadie –tampoco al propio inquisidor–, que en ese gesto, el
cristiano esté renunciando verdaderamente a su fe. La terquedad de no pisar la
imagen de Jesús acaba siendo, ella misma, una desvirtuación de la propia fe
cristiana, más atenta al respeto icónico que a la experiencia íntima de la fe,
esta sí, inquebrantable. Es la priorización de la forma sobre el contenido de
una religión.
Desde el punto de vista meramente cinematográfico, no
me resisto a parafrasear algunos hallazgos enormemente sugestivos que el
maestro Celso Hoyo ha encontrado en su análisis, como los planos aéreos del
inicio de la película, que simbolizarían la compañia divina, cuando ésta aún no
ha sido cuestionada, en contraste con los planos a ras de suelo de las escenas
de las torturas, desde la perspectiva desamparada del hombre en su soledad y
abandono, cuando el cielo sólo ofrece silencio. También son destacables algunos
guiños al cine bíblico que contribuyen a la deconstrucción de su mitología en la
carne de unos personajes que no pueden ni saben ser redentores ni tan siquiera
de sí mismos.
Existe cierta desproporción entre el aplomo
interpretativo de Leam Neeson o de Yosuke Kobukuza y la corrección, sin más, de Adam
Garfield y Adam Driver.
Y es un acierto la falta de banda sonora, que hace
honor al título de la película, ese silencio aplastante de un dios al que se
clama y no responde.
Fernando Parra Nogueras
Fernando Parra Nogueras
Calificación: 7