Quienes antes de acudir al cine o después de abandonar
la sala, piensen en La la land como un musical estarían incurriendo en
una simplificación que reduciría en gran parte las motivaciones principales de
la película. Sé que resultará una afirmación muy osada pero podría decirse sin
resultar descabellado que La la land no es, en realidad, un musical, y
que el pretendido género no es más que un pretexto formal para abordar asuntos
de mayor calado.
La cinta reflexiona sobre los imperativos de la
modernidad, que chocan frontalmente con la defensa de un clasicismo al que se
considera trasnochado. Sebastian es un pianista que lucha por preservar el
estilo de los grandes músicos del jazz y sueña con crear su propio club,
concebido como el templo donde salvaguardar el purismo de los primeros tiempos.
Y Mia mendiga castings mediocres, mientras fantasea con emular a las
grandes actrices del Hollywood dorado. Estos anhelos románticos colisionan con
una contemporaneidad vertiginosa que fagocita en su torbellino cualquier atisbo
de referencia nostálgica. ¿Y no es acaso, también, un valiente anacronismo
filmar un musical en nuestro siglo XXI ? El género del filme se convierte
entonces en un trasunto metacinematográfico que participa de las tribulaciones
de los protagonistas y que, también él, trata de subsistir adaptándose
trabajosamente a los nuevos tiempos, sin conseguirlo; sólo eso explicaría el
deficiente ensamblaje entre las escenas musicales y la trama argumental. Esa
lucha interna del género por autoafirmarse es la misma que la de los personajes.
Todo en la película está cubierto de una pátina de tiempo periclitado: el coche
de Sebastian, los cines de calle, la referencia metafórica a Rebelde sin
causa, la música, el vestuario, y hasta algunos recursos técnicos como el
estilo de las letras sobreimpresionadas o el fundido a negro con transiciones
circulares. Excelente, por lo sutil, es la escena donde aparece cerrado el cine
Rialto: Mia circula con su coche por delante de la fachada, y el cine
clausurado pasa como una estampa impresionista, casi desapercibida, que acentúa
el languidecimiento anónimo de un pasado agonizante. Hasta la proyección de la
película de James Dean que los protagonistas ven juntos en el Rialto sufre un
problema técnico que acaba con ambos, como simbólica compensación, en el
Observatorio Griffith, escenario de la mítica película y, por ende, el lugar
donde se produce la escena más icónica de la nuestra.
Y, sin embargo, esa resistencia heroica sucumbe, sobre
todo en el caso de Sebastian, a los embates de la innovación cuando éste acepta
formar parte de los Messengers, un exitoso grupo de jazz que introduce arreglos
electrónicos para adaptarse a la nueva demanda. Esta claudicación sólo puede
ser evitada por el amor de Mia. Es el amor el redentor y la solución a ese
sufrimiento, aunque también su expiación.
Respecto a los actores, Emma Stone y Ryan Gosling
están magnéticos y consiguen superar con una frescura y espontaneidad naturales
los encorsetamientos impostados y teatrales a que obligan los musicales. La
banda sonora es preciosa, especialmente, los dos temas centrales.
En definitiva, sin ser la obra maestra con que gran
parte de la crítica la ha catalogado, La la land, vertebrada en su
interesante juego de espejos y metaficción, es una encantadora fábula sobre la
búsqueda de los sueños y la supervivencia del clasicismo en nuestra modernidad.
Calificación: 7